André Breton, el Padre del Surrealismo, vino a México en 1938 para dar conferencias sobre ese movimiento artístico y literario, pero pronto comprendió que no tenía nada que enseñar en el país más surrealista del mundo. Entre otras cosas, se fascinó con las pirámides y con la mitología azteca, pero sobre todo alucinó con los frijoles saltarines y con un carpintero al que le encargó una mesa no sin antes hacerle un croquis del mueble. El dibujo, por supuesto, representaba en perspectiva las líneas de los contornos del mueble. El carpintero mexicano hizo una copia tan extrictamente fiel del boceto que, al final, las dos patas de adelante eran más largas que las de atrás, la mesa cojeaba, el tablero inclinado hacía que todo rodara hasta caer al suelo y las gavetas salían por arriba en vez de por los lados. Breton quedó tan deslumbrado que consideró el mueble como un trofeo dadaísta, un fetiche surrealista.
Quizá los mexicanos no se den cuenta de estos y otros detalles, tal vez no les otorguen mucha importancia, por estar inmersos en su realidad desde que nacieron. Pero cualquier extranjero - como yo- inmediatamente descubre aquí peculiaridades surrealistas a manos llenas, por doquier, y a todas horas.
Si subo a un autobús, lo primero con lo que golpea mi cabeza es con un par de zapaticos de niño colgando del tubo donde se agarran los pasajeros. Lo de los zapatos ahorcados se repite en el tendido eléctrico de la ciudad. ¿La costumbre de lanzar los zapatos viejos a los cables de electricidad tendrá algo que ver con los linchamientos en tiempos de la revolución? En aqul entonces se ahorcaba a los enemigos en los postes del telégrafo, como nos lo cuenta Nellie Campobello en Cartucho.
En el pesero todo es surrealismo. El chofer maneja con su mujer al lado, y ella con el bebé en brazos, los tres apretujados en al cabina, en la que hay una percha con la ropa del conductor. Es como si la cabina del camión fuera la prolongación de su hogar, sin contar la música a todo volumen que lo convierte en una discoteca rodante.
Las decoraciones de las cabinas incluyen vírgenes, cristos proyectados como supermanes, con flores, atributos de colores negros, o bien calcomanías de mujeres despampanates y semidesnudas, o en tangas, y letreros que dicen: "¡Te amo por perra!" . O bien este otro: "Murmuren víboras", rotulado en la parte trasera del vehículo.
Otro rasgo típico del surrealismo mexicano es la obsesión con el color verde: chorizos verdes, lomas verdes, indios verdes, tortillas verdes, tamales de verde... Ese desenfadado cromático se extiende a las casas, pintadas de azul añil, de rojo mamey, o de almagre. En ningún país del mundo hay tanta audacia a la hora de elegir colores para pintar las casas.
La muchacha de la gasolinera me extiende una factura a nombre de Fernando Magallanes. Le advierto que esa es la calle donde vivo y no mi nombre. Pero ella insiste en decirme que soy Magallanes. Ya me hubiera gustado ser ese navegante portugués... le digo sonriendo.
Veo, aquí y allá, un cartel que se multiplica con la imagen de la Guadalupe: "La virgen es limpia, aprendamos de ella...". El letrero es un llamado a respetar la limpieza de las calles.
El surrealismo está a la orden del día: en los carritos silvantes de los camoteros, en los luchadores enmascarados, en las calaveritas de azúcar y en ese onírico bestiario del arte popular que son los alebrijes... Letreros en Yucatán que anuncian: "Se vende hielo frio". Otros escritos a mano que proclaman: "Se pintan casas a domicilio". En los tianguis pueden verse tentadores maniquíes femeninos que no tienen nada que envidiarle a los muñecos de sastrería de Giorgio de Chirico.
No hace mucho, en Insurgentes sur y Tlalpan, había un poste de luz en medio de una calle. Hicieron la calle sin quitar ese poste que no deja pasar los vehículos.
La escencia del surrealismo es la espontaneidad, la libertad, el retorno a la infancia, la infinita capacidad de jugar. ¡Ojalá! que México nunca pierda esas virtudes que lo convierten en un país único, con personalidad
Manuel Pereira, Dia Siete
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